Guía de lectura para el texto de Feinmann:
1. ¿Cuáles son los elementos y las consecuencias de la política de “sustitución de importaciones de la que habla Feinmann?
2. ¿De dónde vienen las nuevas corrientes migratorias?
3. ¿Cuál es el nuevo sujeto que surge en la política argentina entre 1930 y 1940?
4. ¿Por qué Perón se aleja del proyecto económico industrialista de los militares del GOU?
5. ¿Cuál es la posición de la oligarquía terrateniente con respecto a Perón y a sus seguidores?
El Texto.
LOS MIGRANTES: EL NUEVO SUJETO POLÍTICO
La Argentina de 1943 era próspera y se mantenía alejada de las tormentas bélicas que
sacudían a los europeos. La prosperidad había surgido de esas tormentas, como un
fruto inesperado de ellas. Se suele decir: Crisis en la metrópoli-prosperidad en la colonia. O se solía decir. Como sea, lo que el esquema interpretativo dice se centra en que Argentina era una colonia o –sin duda– una semicolonia.
Esto es parte del vocabulario nacionalista. Que, a esta altura, era el vocabulario
que habían pulido los hombres de FORJA (Fuerza de Orientación Radical de la Joven
Argentina). Estas cosas debieran ser largamente conocidas pero sabemos cuánto se ha
retrocedido y sobre todo hasta qué punto el pensamiento del nacionalismo argentino ha
sido sofocado desde la dictadura militar y, muy especialmente, desde el surgimiento de la democracia. Si un joven de hoy supiera que el radicalismo levantó las banderas del nacionalismo popular se sorprendería. ¿Alguna vez el radicalismo habló de patria, colonia, coloniaje, imperialismo, soberanía popular, soberanía nacional? ¿No es ése el lenguaje pedestre y vulgar del peronismo populista?
¿No sabemos desde Alfonsín en adelante y desde las cátedras que respaldaron su gestión que la patria es la república, el pueblo el ciudadano, el Estado autoritario y toda la otra jerga cosa de peronistas nostálgicos?
No, y no podemos detenernos mucho en esto ni siquiera solucionarlo: se ha avanzado en exceso y posiblemente sea ya tarde, imposible o –lo peor– innecesario.
Si alguien quiere saber un par de cosas sobre ese grupo de jóvenes radicales (todos
antipersonalistas, antialvearistas, yrigoyenistas) puede leer algún libro de Hernández Arregui o Arturo Jauretche.
Ahora –luego de la fiesta democrática o la fiesta menemista– han aparecido (otra vez) algunos. Volvemos: hablábamos de la prosperidad argentina de 1943. Durante la década del treinta alguien –célebremente– había dicho que la Argentina era la joya más preciada de la corona británica. Cuando la corona británica vive estragada por la guerra, la joya más preciada tiene que abastecerse a sí misma. A esto se le llama “sustitución de importaciones”. Se sigue exportando hacia la metrópoli en desdicha lo que ya se exportaba y no hay otra salida más que incurrir en una política
industrialista. Fabricar en casa lo que nos venía de afuera. A esto –dijimos– se le llama sustituir importaciones. Todo proceso de producción genera empleos, dado que necesita obreros.
Los obreros trabajan y cobran sus sueldos. Con esos sueldos consumen, algo que no sabían. Al consumir aumenta la producción fabril. Esa producción tiene asiento en las ciudades. Las que empiezan a llenarse de fábricas. Los peones del interior reciben la noticia. Hacen su bagayito y se van para la ciudad. Llegan y encuentran trabajo en seguida. La industria le quita hombres al campo. Nacen las primeras
villas miseria. Pero son fruto de un desarrollo que beneficia a los nuevos obreros. Ya tienen trabajo, pronto tendrán hogar. Por ahora, la villa. Pero hay un horizonte: lo dibuja el humo de algunas chimeneas, el ruido de los tornos, el rechinar de las máquinas. Avellaneda, Munro, Berisso, ¡cuántos tallercitos aparecen por ahí! El tallercito crece y es ahora una fábrica. Los obreros ganan su dinero y de a poco salen de la villa hacia una vivienda escueta pero digna y siempre provisoria, porque el trabajo tiene eso: le da al obrero la certidumbre del futuro, el esfuerzo dará sus frutos. Esto venía ocurriendo desde al menos 1935. Cada vez con mayor intensidad.
La década –políticamente– era ultrajante, una burla a los derechos civiles de los
pobres. Era la década del fraude conservador. De los caudillos comiteriles. De Alberto Barceló.
De Juan Nicolás Ruggiero (Ruggierito). De los que les decían a los humildes: “Vos ya
votaste”. Alguien le puso un nombre que perduró: Década infame. Ahí surge FORJA.
Los jóvenes radicales. Buenos tipos, talentosos: Homero Manzi, Scalabrini Ortiz, Arturo Jauretche. Sin estar en FORJA, desde otras zonas, Roberto Arlt y Enrique Santos Discépolo narraron esos tiempos. La cuestión es ésta: previa al golpe de 1943 la Argentina se ponía próspera, había trabajo, nacían industrias y –¡aquí viene el sujeto!– un proletariado nuevo, joven, hecho de hombres que habían apenas dejado atrás la vida triste del peón, llegaba a las ciudades. Era los migrantes internos. Los que Eva Perón habrá de llamar “mis grasitas”. Los que serán apodados “cabecitas negras”. Por el pelo negro, cortón y áspero. Los tipos de las zapatillas. No tienen experiencia sindical alguna. ¿Quién habrá de darles cobertura política? ¿Quién los descubrirá como lo que eran: el sujeto nuevo de la nueva sociedad argentina? ¿Qué interpretación de la historia nacional e internacional era necesario poseer para poder verlos? Porque se trataba de eso: de verlos. Como en el arte, como en la narrativa o la pintura o la música se trata de eso: de ver lo nuevo. A veces, en el arte, ver lo nuevo es ver que no hay nada nuevo, que la vanguardia es insistir con lo que ya está porque aún restan ahí posibilidades inéditas. Pero, en la Argentina
de 1943, había un nuevo sujeto. Nada menos que eso: una clase social reclamaba un
nuevo protagonismo. Requería que alguien viera que estaba ahí, que había llegado del
campo, que había llenado las villas, que había salido de ellas, que llenaba las fábricas, que consumía, empezaba a ir al cine, a comer mejor, a vestirse con alguna dignidad. Era el joven proletariado. Los migrantes internos. No sabían nada de la guerra europea o, si lo sabían, no les importaba. No entendían qué era eso. Europa era lo infinitamente lejano. Si alguien les decía “Europa” casi no tenían a
qué referir la palabra. Sabían algo: ellos no eran “Europa”. “Europa” podía ser, acaso, la riqueza, lejanamente la cultura o el abecedario, el saber leer. Y era “la guerra”. Algo que apenas podían imaginar. Buscaban sobrevivir. Habían dado el primer paso: escaparle al patrón de la estancia feudal y expoliadora. Llegar a la ciudad.
Y, para colmar la dicha, trabajar. Apenas sabían que había, para ellos, sindicatos. Que tenían derechos políticos. Que, en algún momento, deberían votar. Nada de esto los atraía. No encontraban “dónde” poner esas cosas. No encontraban un partido político que los convocara, que supiera hablarles. Los sindicalistas tradicionales
tenían para ellos las únicas palabras que tenían y que honestamente les entregaban, pero esas palabras eran tan tradicionales como ellos.
“Socialismo”, “comunismo”, “anarquismo” no decían mucho para un cabecita negra del ’43. Tampoco la palabra “líder” les era cercana. Eso fue, sin embargo, lo que encontraron: un líder.
También el líder los encontró a ellos. Porque los buscó.
LOS DEL GOU
El 4 de junio es el día del golpe militar. Ese Ejército que sale a las calles tiene unos cascos que (sobre todo vistos desde hoy, en algunos noticiosos de la época) apestan de tanto que se parecen a los de los soldados alemanes. Era así: esos militares nacionalistas se habían educado con los textos de los grandes teóricos prusianos de la guerra. Sobre todo con Karl von Clausewitz. De esa ciencia se nutrieron los hombres del golpe del ’43. Había entre ellos un tipo raro. No tenía el
berretín de la siderurgia como sus compañeros de armas. Los hombres del GOU, en efecto, eran industrialistas. Buscaban la industria pesada. Se morían por los Altos Hornos. El tipo raro, no. Su berretín era la clase obrera. Los migrantes internos.
Los negritos que llegaban sin cesar a la ciudad. Cuando sus compañeros le preguntaron qué quería contestó algo que sorprendió a todos: el Departamento de Trabajo, pronto trastrocado en Secretaría de Trabajo y Previsión. Los del GOU se
asombraron y hasta sonrieron con cierto desdén: ¿qué le dio a Perón? (Así se llamaba el tipo raro; que era raro, desde el vamos, por el puesto que pidió.) ¿La Secretaría de Trabajo y Previsión? ¿Y qué podía hacer desde ahí?
Hablar con los migrantes. Saludar a los negritos. Sonreírles. El coronel tenía una sonrisa que ni la de Gardel. Cincuentón, pintonazo, entrador. Usaba un lenguaje pintoresco. Rosas le explicaba a Santiago Varela, representante del Uruguay, que se había tenido que hacer gaucho para ganarse el favor de esa clase, de esos hombres
de la pampa. Perón les pone el cuerpo a los obreros. Les habla con palabras de ellos o decididamente nuevas. O no tanto: venían de FORJA, del radicalismo antialvearista. Dice Década Infame, cipayos, vendepatrias, semicolonia, explotación. Llama compañeros y muchachos a sus amigos, contras a sus enemigos, bolichero al comerciante, peliagudo a lo difícil, queso a lo que ambicionan los políticos, cuento chino a la mentira, pan comido a lo fácil, bosta de oveja a lo indefinido.
La situación es así: tenemos que analizar el proceso de construcción de poder al que se entrega Perón. Aquí, las categorías de “bueno” o de “malo” son insustanciales. Se trata de un análisis despojado de juicios morales. Los actores sociales de esa coyuntura histórica eran los siguientes: A) La oligarquía. Era aliadófila. La aliadofilia fue el gran obstáculo para descubrir al nuevo sujeto político de la etapa. Ser aliadófilo era mirar hacia Europa. La suerte del entero mundo
se jugaba ahí: las democracias occidentales enfrentaban al Eje y de su triunfo dependía el futuro de la Humanidad. La oligarquía, además, no necesitaba descubrir al nuevo sujeto político. Lo había explotado en sus estancias. Ahora se le aparecía en las ciudades. Fue –como más tarde se dijo– un aluvión. Traducido al presente, a
nuestra historicidad de hoy, a la oligarquía de los cuarenta le pasó lo que quieren evitar los porteños de hoy: que la chusma se les venga encima. Y no sólo los porteños: los ciudadanos de las grandes orbes del mundo también. Los parisinos que eligen a Sarkozy le requieren dureza con los musulmanes (aunque tengan tres
generaciones de franceses detrás), dureza con la Banlieue, con la periferia, con la negritud que los rodea, con la barbarie. También el Muro de Bush cumple esa función: que los desastrados del mundo no vengan a comer de nuestro propio plato. Hay un temor de las ciudades y es un temor viejo, añoso: la invasión de los bárbaros.
La oligarquía de los cuarenta mal podía elegir a sus peones súbitamente urbanizados como su sujeto político porque los odiaba. Los recibía con temor. Habría deseado mantenerlos bajo la égida del capataz, comprando víveres en el almacén de sus patrones, no con dinero sino con vales, con indignas papeletas. Ahora estaban aquí. Les violaban la ciudad. Esta oligarquía era, además, racista. Para la “negrada” sólo tenía un desdén patronal y racial. Desde esta óptica –aunque, es cierto, Perón trajo a muchos nazis– el peronismo careció del elemento esencial del nacionalsocialismo: el racismo biologista. El que recibió al “diferente”, al racialmente detestado,
denigrado, fue Perón. No le molestó la “negrada”.
La Sociedad Rural, en cambio, se comportaba con ellos como Alfred Rosenberg con los
judíos. En agosto de 1944, ante una consulta que sobre salarios le hace la Secretaría de Trabajo y Previsión, responde: “En la fijación de salarios es primordial determinar el estándar de vida del peón común. Son a veces tan limitadas sus necesidades materiales que un remanente trae destinos socialmente poco interesantes. Últimamente se ha visto en la zona maicera entorpecerse la recolección debido a que con la abundancia del cereal y el buen jornal por bolsa, resultaba que con pocos días de trabajo se daban por satisfechos, holgando los demás” (Nota: Anales de la Sociedad Rural, agosto de 1944, cursivas nuestras). En resumen: al nuevo sujeto que asomaba en la escena política de la urbe portuaria la oligarquía creía conocerlo bien: venía del campo, era racialmente inferior y apenas juntaba
unos pesos se dedicaba a la holganza. Un pésimo encuadre para captar su adhesión.
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